Todo, nada
Una sonrisa de oreja a oreja ilumina la
oficina cuando llega Clara, la chica nueva. Primera de su promoción, guapa,
simpática y con clase. Quinientos metros enmoquetados separan los ascensores de
su mesa. Quinientos metros de pasarela que Clara recorre desfilando con gracia
y descaro. Tengo suerte, mi mesa ofrece panorámica de todo el recorrido y yo,
como una tonta ni parpadeo. Mientras la observo tengo la certeza de que llegará
lejos, lo tiene todo y yo nada.
Los primeros cien metros los cubre
envuelta en ilusiones e inocencia. La miro, la vuelvo a mirar y veo que ya no
sonríe. De repente, a mitad de recorrido, camina con dificultad, como si cargara
con un gran peso. A su espalda veo que
deja compañeros muertos con su ambición esparcida por la moqueta. Me espanto
pero no puedo dejar de mirar a Clara. La chica divertida se ha transformado en
una mueca seca y gris. Su belleza física sigue ahí pero ahora inspira temor. La
luz fría de los fluorescentes ilumina la estancia y hace consciente la
oscuridad acumulada.
Al fin alcanza su mesa que ahora está
dentro de un despacho desproporcionado. Se sienta, abre el Mac y la sala se
llena de monstruos en forma de accionistas hambrientos, jefes despiadados, tareas
infinitas, informes estériles y objetivos quiméricos. Clara quiere gritar y
llorar a la vez pero ya no puede porque vendió su alma. No hay retorno, solo
puede seguir hasta morir. Me llama. Acudo con sentimiento de fatalidad mientras
mis piernas me arrastran. Entro y sin mirarme me reclama explicaciones por los
defectos de forma del último contrato. Observo su rostro descompuesto y
enfermizo a la vez que me reprende, una vez más, como si hubiese provocado una
catástrofe nuclear. Dejo de escuchar mientras mi cabeza asiente mecánicamente y
mi mente vuela lejos de allí. Termina su sermón, el último, y salgo de la jaula
de oro. En el pasillo me sacudo algunos de los monstruos que se me encaramaron.
Me dirijo a la salida. Ahora lo tengo todo y ella nada.
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