Plan B


     Sentado en la banqueta de la entrada traté de calzarme las botas recompuestas. Su renovada pero diferente anatomía impedía que mis pies entrasen.  Sí, así como se lo cuento Sr. zapatero. Y ya sé que ahora mismo estará pensando que me recomendó en la tienda que me las probase por si hubiese sido necesario realizar algún ajuste. Y que yo le contesté que andaba con prisas y sin tiempo. ¡Enorme error! Debí de haber seguido su consejo. Pues bien, después de muchos esfuerzos y acrobacias imposibles para mi avanzada edad, logré que mis pies quedasen confinados dentro. Estaba exhausto.

     Congestionado y ya abrumado por los peores presagios me puse en pie. El calzado pareció cobrar vida pero realmente agonizaba. Intenté caminar. Mis primeros y torpes pasos apenas levantaban del suelo. Era un andar reptiliano, penoso, ajeno, pero sobre todo doloroso, como si el peso y volumen de un enorme saco sobre mis espaldas -qué ironía estará pensando usted- se trasladase al interior de mi disforme calzado. Mis pies gritaban de dolor dentro del angosto recinto donde estaban siendo torturados. Mi cerebro, desesperado, daba órdenes a mis pies; proponía contracciones imposibles, cambios de dirección, ángulos absurdos que facilitasen, al menos, pequeños andares que me permitiesen salir a trabajar. Imposible. Un año de preparativos, de esfuerzos, de trabajos y planificaciones, de infinidad de cálculos precisos para nada. Y si solo fuera eso… ¿qué me dice de las ilusiones de la gente? De las expectativas, de las tradiciones, a veces de lo único a lo que aferrarse en estos tiempos convulsos. Todo era una maldita pesadilla que estaba ocurriendo.

     Se preguntará, Sr. zapatero, después de escucharme, cómo lo hice. Porque sabe que lo hice, lo logré. Si no hubiese sido así, ya habría llegado a sus oídos y al resto del pueblo.

     Cuando arregle mis botas de nuevo y vuelva a recogerlas, prometo contárselo todo. Me urge, ahora tengo unos zapatos prestados que tengo que devolver.

     Esa misma mañana, muy temprano, en una ciudad cuyo nombre carece de importancia, Jaime corría por el pasillo en dirección al salón. Su hermana pequeña, Lucía, detrás, apenas podía seguirle el paso. Los dos iban en pijama y gritaban nerviosos. Sus rostros encendidos por la ilusión reflejaban ese momento mágico y único que quedará felizmente grabado para siempre en sus retinas. Alberto y Mónica cerraban el grupo y parecían disfrutar más que sus hijos. Al fin el salón, lleno de sillones tapizados por regalos, suelos alfombrados de cajas y paquetes. Era un festival de colores, tamaños y formas. Jaime y Lucía enloquecidos buscaban sus regalos y se abalanzaban sobre ellos para romper ansiosamente el papel que les separaba de la felicidad. Sus padres, abrazados en la puerta del salón, contemplaban extasiados la escena saboreando cada segundo.

     No fue hasta media hora después, en el momento que Alberto fue a buscar lo que Santa Claus le había dejado en sus zapatos, cuando descubrió que estos, misteriosamente, habían desaparecido.
   



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