Justicia



Todo empezó por aquel olor pestilente y nauseabundo que me zarandeó las entrañas. Caí de rodillas sobre la acera y apoyado con las manos en el suelo vomité violentamente. Saqué un pañuelo como pude y me limpié, pero sobre todo, me tapé la nariz con desesperación hasta literalmente aplastarla con el deseo de que ni una molécula más de ese tufo pudiera alcanzarme. Jamás había olido algo tan repugnante en mi vida.  

Unos minutos después, ayudándome tan solo de una mano, me pude ir incorporando hasta ponerme de pie. A pesar de tener taponada la nariz y dolerme por la presión de mi brazo, el inmundo olor se había apoderado de mi cerebro y seguía sintiendo náuseas. Me sobrepuse como pude tratando de abandonar la repulsión que me invadía. Sentía la urgencia de huir de allí, de salir corriendo y abandonar ese horrible lugar. Sin embargo, no podía marcharme, una curiosidad morbosa empezaba a apoderarse de mí y me empujaba a lo más profundo del callejón donde, presumiblemente, estaba la zona cero del hedor.

Como un sonámbulo empecé a recorrer los escasos metros que llevaban al final. Respiraba torpe y fatigosamente a través de la boca, aspirando el aire que filtraba el pañuelo. Supongo que de alguna manera y por el tiempo de exposición, mis fosas nasales se estaban acostumbrado. Mientras caminaba, algo poderoso, sombrío y tenebroso me iba atrapando y guiaba mis pasos hacia la oscuridad, en dirección al origen del repugnante olor, hacia algo terrible que no quería ver ni encontrar.

A cada metro recorrido las certezas eran mayores y mis resistencias menores. Mi brazo inconscientemente bajó, dejando mi nariz expuesta a la atmosfera pútrida y tóxica ya irrespirable para cualquier mortal. Ahora, asombrosamente, ya no me provocaba reacción ni rechazo alguno. El instinto más primitivo y el cerebro más evolucionado peleaban en mi interior negando la evidencia. Estaba muy cerca y estaba vencido y convencido. Notaba su presencia cada vez más próxima; su fétido aliento ya era mi sudario, sus jadeos viscerales mi réquiem. Mi dantesco y eterno final me esperaba. A fin de cuentas, era justo. Una tortuosa vida donde fui juez caprichoso de la vida y de la muerte, donde administré dolor y sufrimiento, donde no me tembló el pulso cuando arranqué corazones, cercené futuros y descuarticé esperanzas. ¿Qué esperaba entonces? Solo en el infierno mi alma recibirá el eterno castigo.

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