Los días perdidos

Mi cuerpo está cubierto tan solo con un pijama de cables. Despierto con el frío apoyado en el gotero que me observa como un buitre hambriento. Mi cabeza trabaja para recordar mientras mi cuerpo tiembla. Estoy algo confuso. Recuerdo salir ayer en camilla de la sala de hemodinámica.

     Aparece una enfermera que me saluda con una sonrisa radiante. El sol se filtra por la ventana e ilumina su rostro. La miro con cara de pez congelado mientras me pregunta: ¿sabes quién soy? Me quedo pensando unos segundos y respondo: “Mónica, te llamas Mónica y estabas ayer por la tarde cuando ingresé”. Es guapa y sus grandes ojos son cálidos y están llenos de luz. Sonríe al ver que la recuerdo, y el frío se espanta y se marcha.

     Me corrige con delicadeza y me dice que no nos vimos ayer, que fue ya hace más de tres días. Y entonces me cuenta, muy despacio, como si fuera un niño, que me puse muy malito y que me tuvieron que dormir. Mis mantas tejidas de cables y sensores me dejan de abrigar y un aire gélido se cuela bajo mi piel.

     Recuerdo salir del cateterismo muy dolorido y cansado. Demasiado tiempo con el brazo retorcido. Algo no fue bien. Mi familia estaba fuera con las caras desencajadas esbozando tímidas sonrisas. Me observaban mientras yo, desde la camilla empujada por el auxiliar, pasaba entre ellos con el pulgar en alto, ignorante de lo que ocurriría un rato después.

     Ahora, mientras Mónica cumple con todos los procedimientos de manual con “un resucitado”, escucho al otro lado del tabique la voz quebradiza de un anciano gritando que tiene mucho frío. Pregunto a mi enfermera quién es: me dice que es un señor mayor, de noventa y cinco años, que vino ayer a cambiarse la pila del marcapasos pero le empezaron unas arritmias. Se queja de todo, protesta con un hilo de voz que le tienen secuestrado, que quiere irse a casa, que él no está enfermo. Pide que le den un pijama..

     No sé quién es, pero egoístamente me alegra saber que ahora él es el que tiene frío y no yo. Pareciera como si el frío se pasease por la UCI buscando un cuerpo en el que quedarse. Nunca me gustó estar destemplado. Las manos o los pies helados me parecían la antesala de la muerte. Por esta razón me gusta ducharme con agua muy caliente, tanto que incluso mi piel enrojezca y sienta dolor. Luego me abrigo con el fin de mantener ese calor dentro de mí el máximo tiempo posible.

     Necesito ir al baño y se lo digo a Mónica. Me dice que no puedo, es pronto para levantarme. Me trae la cuña. El frío vuelve a mi habitación y yo me lo imagino indeciso, probándose cuerpos como si estuviera eligiendo un traje en Zara. Ahora le pido yo a Mónica un pijama pero me dice que no es posible. Necesitan que esté sin ropa por si algo no fuera bien, como ayer (perdón, como hace tres días). Todavía no sé a dónde fue a parar mi vida durante ese período de tiempo ni qué me pasó. Solo encontré respuesta a lo segundo cuando llegó el doctor unas horas más tarde.

     Pienso aún en el señor mayor, le sigo oyendo quejándose por todo, violento pero impotente a la vez, con esa voz quebradiza llena de gallos y miedos. Especulo con que a lo mejor está loco o tiene alguna demencia. En cualquier caso, ni él ni yo deberíamos estar aquí coqueteando con el frío caprichoso.

     Entra el doctor pero no viene solo; le siguen tres chicas y dos chicos, todos con bata blanca. El primero lleva traje y corbata debajo y el resto vaqueros, playeras y camisetas. Se presenta de forma educada y me dice que le acompañan cinco estudiantes de medicina. Maldigo estar en un hospital universitario y me sonrojo con mi ridícula y desnuda postración. Ahora sí me quiero morir. Al menos el frío huyó aterrorizado, me consuelo. El doctor me explica y les explica a su vez a los estudiantes. Empieza por la complicación que surgió a consecuencia del cateterismo para resolver el infarto. Les habla de un derrame pericárdico agudo, de mi intubación, de mi coma inducido. A continuación me mira y me lo traduce, como si fuera otra vez el niño de la enfermera. Me habla de un corazón dentro de un globo hinchable que se llena de sangre poco a poco. Me dice que he tenido suerte y que gracias a la pericardiocentesis urgente se consiguió reducir el taponamiento cardiaco.

     Mientras pienso, sin entender nada de lo que me ha dicho, que el doctor se ha equivocado esta vez dirigiéndose a mí, escucho voces y carreras por el pasillo. Suenan varias alarmas en la estancia contigua. El señor mayor, deduzco; el frío por fin se ha decidido. 

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