Vacaciones
He madrugado para bajar a la playa, como
siempre. Apenas setecientos metros separan el hotel de la orilla. No hay nadie,
solo el peñasco en medio del mar, frente a mí, menguando al ritmo que sube la
marea. Nado cada mañana porque dentro del agua las cosas son más fáciles y mi
mundo se ordena con menor gravedad. Borja duerme pero sabe de mi rutina diaria.
Ya no se asusta si despierta y no estoy. Me espera siempre en la habitación jugando
a la Play.
Voy al peñasco y vuelvo, esa es mi rutina,
en total no llegará a tres kilómetros. Apenas ha amanecido y una luz naranja
envuelve las montañas que se bañan en el mar. El agua está fría, muy fría pero sé que cuando
lleve unas cuantas brazadas dejaré de temblar. Mi cuerpo se desliza por el agua
suavemente, sin resistencia apenas. A cada brazada saco la cabeza y corrijo el
rumbo hacia el peñasco. Ya estoy casi. Tan solo unos metros y alcanzaré la
diminuta isla. Doy una patada, estiro los brazos y consigo agarrarme a la roca
por la que siempre subo.
Estoy en tierra firme, es una peña
agreste, sin apenas vegetación, resbaladiza y
húmeda. Me quedo de pie, jadeando por el esfuerzo. El agua escurre por
mi cuerpo y mis ojos vislumbran la playa, a lo lejos, solitaria aún. Se ha
levantado una brisa ligera, empiezo a tener frío y decido que debo volver.
El mar ahora es de color azul turquesa y
el sol lo ilumina tímidamente creando reflejos. Observo la superficie pero algo
no encaja, vislumbro una sombra que se confunde con los destellos del sol.
Pienso que podría ser una bolsa de plástico a la deriva. Ahora me doy cuenta de
que no es una, hay varias, decenas suspendidas en el agua. Concentro mi mirada
en las más cercanas y distingo sus formas orgánicas. Con espanto compruebo que
se trata de medusas. El mar está invadido de campanas blancas que flotan en
calma como si esperasen algo. Me pregunto confundido cómo ha sido posible
llegar hasta aquí sin colisionar con ninguna. Probablemente la ligera brisa que
se levantó hace un rato ha facilitado que entre la playa y yo exista ahora este
desasosegante campo de minas.
Mi cerebro se dispara y se llena de
preguntas e inquietudes. Es una locura volver. Trato de controlarme. No debo
caer en el pánico, puedo esperar unas horas y pedir ayuda. Pero pienso en
Borja, despertándose, esperándome. Ignoro cuál puede ser su reacción al ver que
tardo. ¿Pedirá ayuda en el hotel? ¿Saldrá en mi búsqueda? Empiezo a agobiarme.
Me recrimino por mi conducta irresponsable. Nunca debí dejarle solo. Ahora hay
cosas que ya no puedo seguir haciendo. Mi vida ha cambiado. Si mi ex se entera
me denuncia. Debo volver ya.
Examino el manto blanco buscando un camino
de regreso a la playa. Observo espacios de agua que aparecen y desaparecen,
senderos de mar incompletos que se tiñen de color medusa en segundos… nada que
me permita asegurar un retorno seguro. Imagino a Borja desperezándose en la
cama, remoloneando entre las sábanas. Mi vuelta en condiciones normales no me
llevaría más de media hora que debo sumar al retraso que acumulo. Tendría que
estar ya secándome en la orilla. No puedo posponerlo más. Me mentalizo que voy
a ser picado, me engaño con que este problema puede ser relativamente frecuente
para personas que tiene contacto diario
con el mar. Respiro. Busco un claro en el agua, vuelvo a respirar y me zambullo
torpemente. Comienzo a nadar con fuerza.
Nado frenéticamente dando brazadas, con la
cabeza asustada fuera del agua como un pato, las piernas descoordinadas,
haciendo espuma y ruido. Quiero creer que mi violencia acuática me procura un
escudo protector. Mi improvisado estilo apenas me hace avanzar. El antebrazo
derecho roza con algo y de inmediato se recoge sobre el cuerpo buscando
protección. Me escuece al instante. Giro bruscamente para alejarme y sigo
nadando. Serenidad, me digo sin
convicción, tan solo es una medusa. Me arde la piel del codo a pesar de nadar
en aguas por debajo de 14⁰.Tengo poco tiempo para recrearme en mi dolor ya que
es ahora una de mis piernas la que choca de lleno con una masa blanda,
gelatinosa, incandescente. Mi gemelo grita y de nuevo, el brazo derecho golpea
lo que pueden ser unos tentáculos blandos y laxos. Durante unos instantes tengo
la sensación de que se quedan adheridos a mi piel. El fuego me quema. Entro en
pánico y empiezo a dar patadas, estiro los brazos, los encojo, me giro,
pataleo. Intento huir de la zona cero pero ahora algo roza mi cara. En mis espasmos
ya no sé si es agua o medusas. Me arde el cuerpo en las frías aguas del
Cantábrico, siento hormigueo y nauseas. Rezo y chillo para que alguien pueda
advertir mi presencia desde la playa. Apenas avanzo y comienzo a tener
calambres. Vuelven las náuseas, me mareo. Pienso en la muerte y tiemblo mientras
mi cuerpo hierve. Choco con alguna medusa más pero mi dolor ya no crece, ahora
solo resuena por todo mi cuerpo. No puedo nadar, apenas me sostengo a flote.
Trago agua y toso con varias arcadas. Creo que estoy teniendo un ataque
anafiláctico. Sigo temblando de forma incontrolable. En este instante, se abre
un paréntesis en mi mente y aparece mi hijo. Me lo imagino mirando por la
ventana la verja de entrada al jardín de la casona, esperándome. No puedo ahora
abandonarlo, así, de repente, ahogado en espumas, fuego y medusas. Trato de
concentrarme en sobrevivir y olvidarme que estoy en el infierno. Me centro en
nadar y me olvido del resto. Nado de forma torpe y lenta pero sigo avanzando.
Mi hijo ahora me acompaña, está conmigo y me repite, papá tú puedes, y yo voy
dando brazadas y me olvido de todo. No respiro bien pero parece que a mi hijo
le da igual, solo me recuerda que no deje de mover los brazos como le ha
enseñado el monitor de natación.
Al
fin rozo con los pies el suelo, me impulso con una brazada más y consigo
asentarlos en la arena pedregosa del fondo. Arrastro las piernas ya inútiles y
caigo agotado sobre la orilla. Grito de dolor mientras el sol luce sobre el mar
e ilumina mi piel irritada, lacerante y llena de ampollas. Mi hijo me dice, muy
bien papá, antes de que pierda el conocimiento.
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