Jubilación


     Esa mañana, muy temprano, Jaime corría por el pasillo en dirección al salón. Su hermana pequeña, Lucía, detrás, apenas podía seguirle el paso. Los dos iban en pijama y gritaban nerviosos. Sus rostros encendidos por la ilusión reflejaban ese momento mágico y único que quedará felizmente grabado para siempre en sus retinas. Alberto y Mónica cerraban el grupo y parecían disfrutar más que sus hijos. Al fin el salón, lleno de sillones tapizados por regalos, suelos alfombrados de cajas y paquetes. Era un festival de colores, tamaños y formas. Jaime y Lucía enloquecidos buscaban sus regalos y se abalanzaban sobre ellos para romper ansiosamente el papel que les separaba de la felicidad. Sus padres, abrazados, contemplaban extasiados la escena saboreando cada segundo.

     No fue hasta media hora después, en el momento que Alberto fue a buscar lo que Santa Claus le había dejado en sus zapatos, cuando descubrió que estos, misteriosamente, habían desaparecido.

     Días más tarde, un anciano, sentado en el carcomido sillón de la casa del zapatero, le recriminaba el incompetente trabajo realizado con sus botas y de qué manera puso en peligro a toda la humanidad. El zapatero asumía en silencio y temeroso todos los exabruptos que recibía mientras observaba cómo apuraba el tercer anís de la mañana. Cada vez era más complicado trabajar con este viejo gruñón, debería jubilarse ya, se decía. Y recordaba cuánto le insistió, sin éxito, para que se probase las botas recompuestas por si requerían algún ajuste antes de llevárselas.

    Aun siendo abroncado, el zapatero se sentía aliviado porque el viejo finalmente pudo cumplir su misión. Si no hubiera sido así, probablemente ahora estaría colgado de los pulgares en mitad de la plaza. No obstante, no podía quitarse de la cabeza cómo consiguió hacerlo si no pudo ponerse las botas. Ahora debía olvidarse de todo y concentrarse en recuperarlas de nuevo, sin fallos, sin ningún error. Esta vez tenían que quedar perfectas, se decía mientras se preguntaba de dónde demonios había sacado Santa esos ridículos zapatos de ante marrón con borlitas que llevaba puestos.

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