Cuento de Navidad
Cuando la corriente de aire se llevó por la ventana la carta
sin terminar, María sintió una vez más el dolor de la mala suerte en lo más
profundo de su ser. Con poco tiempo ya para cumplir su último plan (el juez
llegaría en breve) y los depósitos de afectos y esperanzas deshabitados desde
hace mucho, no quedaba más que terminar a la mayor brevedad, no sin antes
lamentarse por su buena cabeza a pesar de la avanzada edad con la que contaba. Hasta
en eso he tenido mala suerte –se quejó María- ¿por qué yo no he sido víctima de
una demencia senil? No podía soportar quedarse sin su casa, su hogar hacía
tantos años, su vida, sus recuerdos, aunque también el comienzo de las
traiciones de los que más quería. No podía más, la vida había ido adquiriendo
una tonalidad color fraude cada vez más intensa. Le pesaba demasiado ya y
necesitaba acabar con esto.
María se encaminó hacia el mismo sitio por donde, caprichosamente,
y como una burla más del destino, lo que iba a ser una carta de despedida salió
volando. Aunque previamente había dispuesto meticulosamente una banqueta a los
pies de la ventana como apoyo para encaramarse, no fue con poco esfuerzo y
mucha torpeza como logró subirse al alféizar y sentarse a duras penas en él con
las piernas colgando al exterior.
Apoyada con ambas manos en el generoso poyete donde alguna
vez habitaron un par de bellos geranios, su vista se dirigió hacia abajo, hacia
el vacío, en dirección al destino donde todos sus sufrimientos se apagarían. La
vida en la calle transcurría al margen de María y sus dolores. Realmente en los
últimos años había sido así, la vida había prescindido de María y ya era algo
insoportablemente ajeno que acontecía a otros. Hasta que tuvo televisión
siempre se había preguntado, viendo los anuncios, si no habría algún canal que
pensara en ellos, en los desfavorecidos, en los desterrados de las vidas
felices y saludables que allí se representaban.
Mientras recorría melancólicamente con su mirada y por última
vez la familiar vista de su calle y del parque que tanto había paseado, María descubrió
a Jesús, otro expulsado de la vida. Jesús sufrió y superó un cáncer que le dejó
apenas sin habla. El destino o alguien debió de considerar que esa no era
suficiente dosis de dolor para continuar y le obsequió con un doble aniversario:
una metástasis en el pulmón y una familia que le abandona cansada de sufrir y
ya sin fuerzas para jugar una prórroga. Ahora Jesús, mientras cuenta los días
que le quedan por vivir, habita entre cartones y alterna su residencia entre un
banco del parque y el vestíbulo de otro banco, esta vez de Bankia, en los días
y estaciones más frías. Jesús es un luchador, no como ella, quizá el alcohol le
ayudaba pero eso no le resta ni un ápice a su valor y ganas de vivir.
Algunas veces María le bajaba bocadillos a Jesús y recuerda
las breves pero intensas conversaciones que mantenía con él. Jesús siempre le
trasladaba su apuesta incondicional por la vida y el agradecimiento que sentía
cada segundo por seguir vivo. María consideraba que la cabeza de Jesús no
funcionaba muy bien y que tanto dolor había tenido consecuencias sobre su
cerebro. Aunque sentía compasión, experimentaba también una cierta admiración por
él que no terminaba de entender.
María estaba sumida estaba en estos pensamientos cuando cruzó
su mirada con la de Jesús. Una cascada de sensaciones la turbaron: vergüenza,
humillación, cobardía… sin embargo la expresión de Jesús era serena, su mirada
despedía seguridad y esperanza, parecía conocer y entender por qué María estaba
ahí, sentada en una ventana de un sexto piso. Jesús mantenía entre sus manos la
nota que la corriente de aire había arrebatado de la mesa de María.
Bastaron solo unos eternos segundos de conexión visual entre
ambos para que María se invistiera de una seguridad y energía desconocida para
ella desde hace mucho tiempo.
María decidió luchar y apostar por la vida, y se metió dentro
de casa.
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